La típica: eso de soñar que uno se está orinando y, efectivamente, orinarse, ¿no?
Pero pues no, me alcancé a levantar, fui al baño y no me oriné. Pensé: ¡Jueputa, soy invencible! Antes no alcanzaba, pero esta vez estuve atento y no pasó nada. ¡Soy DIOS!
Y mientras orinaba plácidamente y tranquilamente, algo no estaba bien. Me sentía extraño, como si mirara a mi alrededor y mi baño pareciera otro baño. Ilusiones mías, pensé. Está de noche y no veo nada (me pasa resto eso).
Da igual, la meada estaba larga. Incluso me di el lujo de sacudírmelo, empujar un último chorro y pensar: Ah, qué chimba, no me oriné.
Me volví a acostar y todo bien.
Todo bien es todo mal.
Me hice un hijueputa Inception. Había estado soñando todo el tiempo. Es decir, soñaba que soñaba y, en el sueño, me despertaba a orinar. Pero la verdad es que nunca me levanté. En fin, me oriné en la cama. A mis 42 años, me volvió a pasar. Me levanté triste. No por la orinada, sino por desaprovechar un sueño lúcido, ya que justo cuando me di cuenta de que estaba meado, tuve la opción de decir: ¡Ni mierda! Voy a volar (meado, pero volando). Y no.
Mi vergüenza me hizo levantarme, lavar las sábanas, sacar el colchón y mirar con tristeza la vida a las 4:20 a.m.
No sé qué me está tratando de decir mi subconsciente. Lo que sí sé es que hay una moraleja: los únicos sueños que se cumplen son cuando uno se orina. Así que trabajen, vagos
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